Javier Álvarez Amaro

Javier Álvarez Amaro

Presidente de la Asociación de Periodistas de Cáceres

Éramos pocos y parió la inteligencia artificial. Como si el periodismo no estuviera ya lo suficientemente golpeado por la inmediatez de las redes sociales, la precarización laboral y la crisis de credibilidad, ahora tenemos que vérnoslas con un enemigo nuevo, silencioso y eficiente: los algoritmos. No duermen, no se equivocan –o lo hacen con una convicción que ya quisieran muchos plumillas– y no exigen derechos laborales. Para colmo, escriben rápido. Y, a veces, hasta bien.

No nos engañemos: la IA en los medios de comunicación es un tren sin frenos. La cuestión no es si debemos aceptarlo o no, sino cómo vamos a evitar que nos arrolle. Se nos vendió como la gran herramienta que nos liberaría de las tareas tediosas, que optimizaría el trabajo del periodista, que nos permitiría centrarnos en lo importante. Pero pronto descubrimos que, en manos equivocadas, también puede ser el arma perfecta para la desinformación, la manipulación y el mercadeo de titulares huecos, permitiendo incluso clonar voces o generar imágenes y videos difícilmente reconocibles como falsos.

¿Quién vigila a la máquina?

El problema no es la IA en sí, sino la falta de reglas para su uso. Por eso, el periodismo necesita urgentemente un marco ético que evite que la tecnología se convierta en una guillotina para la credibilidad. Porque, si lo pensamos bien, en un mundo donde cualquier contenido generado por una máquina puede confundirse con el trabajo de un periodista, ¿qué nos queda a los que seguimos creyendo en la veracidad como principio sagrado?

Se necesita que cada pieza de contenido generado por IA sea claramente identificable. Que el lector sepa cuándo lee a un humano y cuándo a un algoritmo disfrazado de redactor. No por una cuestión de nostalgia, sino de transparencia.

Otra cuestión clave es la supervisión. No se trata de demonizar la IA, sino de garantizar que detrás de cada contenido haya una mente humana dispuesta a asumir la responsabilidad de lo que se publica. La información no puede quedar en manos de sistemas sin conciencia, sin contexto, sin ética. La inteligencia artificial no tiene principios; solo sigue patrones. Y si esos patrones están sesgados o son manipulados, el desastre está servido.

Tampoco podemos obviar el riesgo laboral. En un sector ya de por sí precarizado, la tentación de sustituir periodistas por máquinas es enorme. Los propietarios de los grandes medios –esos que no han pisado una redacción en su vida– ven en la IA una oportunidad de oro para recortar gastos y aumentar la rentabilidad. ¿Qué importan la calidad, la profundidad o la investigación si un algoritmo puede producir noticias rápidas y rentables diseñadas, además, sobre los criterios de la viralidad? ¿Qué importan los periodistas cuando se puede generar contenido sin pagar nóminas ni seguridad social?

Autoregulación o suicidio

El periodismo ha sobrevivido a guerras, censuras y crisis de papel y trata de hacerlo aún hoy en un panorama dominado por las redes sociales y un frentismo que parece no tener límites. Pero si algo puede acabar con él definitivamente es la pérdida de su razón de ser: la honestidad y la veracidad del periodista. Y si los propios medios no establecen límites, si no adoptan un código ético estricto, si no se ponen de acuerdo en un marco de autoregulación serio, estarán cavando su propia tumba.

Por eso, la propuesta de un Código Ético no es solo recomendable, sino urgente. Y debería incluir, además, un compromiso firme de los medios para que la IA no reemplace la labor periodística, sino que la complemente. Es decir, que se utilice como herramienta y no como sustituto. Porque si la última barrera entre la verdad y la manipulación desaparece, el periodismo habrá firmado su sentencia de muerte.

El problema, claro, es que esperar que los grandes medios regulen el uso de la IA por su cuenta es como confiar en que un tiburón se vuelva vegano por voluntad propia. La ética no suele ser buen negocio. Por eso, la responsabilidad recae en los periodistas, en las asociaciones profesionales, en aquellos que aún creen en el oficio como algo más que una fábrica de clics.

El mundo cambia, y el periodismo tiene que adaptarse. Pero adaptarse no es rendirse. No es entregar la pluma a un algoritmo sin rostro. No es abdicar de la responsabilidad de contar lo que pasa con rigor, con criterio, con humanidad. Porque si el periodismo deja de ser humano, ¿quién nos contará la verdad cuando la mentira tenga mejor algoritmo?